El hombre del carrito (Muhômatsu no isshô, 1958)
Hiroshi Inagaki fue un director de cine japonés coetáneo a los Mizoguchi y Ozu, tan prolífico como ellos, aunque en un nivel inferior de calidad. No obstante, su cine tuvo mucha repercusión en el extranjero, sobre todo con dos películas rodadas a finales de los cincuenta y principio de los sesenta, de las que vamos a hablar hoy:
La primera de ellas, El hombre del carrito, trata de la historia de Matsugoro (Toshiro Mifune), un conductor de rickshaw o carrito de tracción humana con dos ruedas. Matsu, como le llaman en su pueblo, es un hombre pendenciero que frecuenta los bares y siempre se mete en problemas hasta que un día salva a un niño herido. Los padres lo quieren recompensar, pero él se niega. Cuando el marido muere repentinamente, Matsu sigue viendo al niño y de alguna manera ocupa el lugar del padre para ayudarlo a afrontar la vida con fuerza y personalidad. Enamorado en secreto de la viuda, Matsu se guarda para él sus sentimientos debido a la diferencia de clase social.
Historia
emotiva protagonizada por el gran Toshiro Mifune en un papel muy afín a su
registro de hombre solitario que ayuda a los demás. Cine de posguerra que
Inagaki sabe conducir como si fuera una fábula gracias, entre otras cosas, a
las elipsis precedidas de brillantes transiciones con planos detalles de las
ruedas del carrito, girando y girando en un entorno de colores chillones. Una
simbología que representa la vida de Matsugoro y el paso del tiempo —algunos
han querido ver una metáfora de la rueda budista de la vida— que gira y gira hasta
que se para.
Si algo destaca del cine de Inagaki es una puesta en escena espectacular, casi épica, en una historia del todo sencilla. Así, en las peleas de Matsu o, sobre todo, en la secuencia de la cabalgata del pueblo en fiestas, cuando Matsugoro se sube repentinamente a una de las carrozas para golpear un tambor gigante al tiempo que Inagaki lo rueda como si fuera un héroe legendario.
El hombre del carrito es una delicia de filme que puede ser el mayor éxito internacional en la carrera de Hiroshi Inagaki. De hecho, ganó el León de Oro en el festival de Venecia cuando apenas se veían películas japonesas en Europa.
47 Ronin (Chusingura, 1962)
A principios de los años sesenta, Hiroshi Inagaki dirige una superproducción basada en hechos reales acaecidos recién comenzado el siglo XVIII: el noble Asano hiere con su espada a un corrupto alto cargo del shogunato —el gobierno— después de haber sido provocado en multitud de ocasiones por él. Como castigo, el Shogun acuerda que Asano se haga el harakiri y que todas sus pertenencias pasen al gobierno. Los vasallos de Asano, encabezados por el chambelán Oishi, planean vengar la muerte de su señor matando a Kira, a pesar de saber que sufrirán un castigo idéntico al de Asano. Como Kira se espera esa reacción, se parapeta en su castillo con un ejército de guardaespaldas. Mientras tanto Oishi planea el ataque a largo plazo para que Kira se confíe…
47 Ronin es una célebre historia de samuráis, de honor y lealtad, tan querida por el público japonés que ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones. Quizás esta versión y la de Kenji Mizoguchi (Los cuarenta y siete samuráis, 1941) sean las mejores de todas. Ambas divididas en dos partes debido a su larga duración (más de tres horas y media) y con gran semejanza en el guion, diferenciadas tan solo por el final: mientras Inagaki se ahorra la ejecución de los 47 samuráis, Mizoguchi sí incluye el camino de cada uno de los guerreros hacia su ejecución (aunque tampoco se vea el acto en sí), en una secuencia verdaderamente conmovedora.
La cinta de Inagaki también se distingue de la de Mizoguchi cuando el primero introduce en la acción a un ronin (samurái sin señor al que servir) que no pertenece a la casa de Asano, pero que simpatiza con la causa. Es un personaje interpretado, de nuevo, por Toshiro Mifune en un papel que le va como anillo al dedo, el de samurái independiente, un registro que inmortalizaría en varias de sus películas con Akira Kurosawa.
47 Ronin es, pues, un filme de época o jidai-geki, que Mizoguchi rodó en plena guerra, dentro del cine patriota y militarista que se producía entonces, mientras que Inagaki la dirige superada la posguerra y la censura que se estilaba en los años cincuenta para evitar cualquier insinuación al feudalismo.
Otra diferencia entre ambos largometrajes es la fotografía: mientras Mizoguchi la rueda en blanco y negro, Inagaki usa una excelente fotografía en color. Las imágenes con las que el realizador nipón recrea las escenas de transición son tan vistosas como llamativas, en especial las de la segunda parte con los paisajes nevados. También destaca el diseño de producción cuando los edificios, el vestuario, el decorado y las obras de arte del Japón del siglo XVIII están perfectamente elegidos para enriquecer y adornar esta epopeya.